Aviso sobre el Uso de cookies: Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar la experiencia del lector y ofrecer contenidos de interés. Si continúa navegando entendemos que usted acepta nuestra política de cookies y basado en la politica de cookies de Google Adsense. Puede leerlo en el enlace a continuación

Entrada destacada

Para que meditar? La respuesta de este monje budista es la mejor respuesta que encontrarás

La meditación se ha convertido en una actividad de moda en la sociedad secular. Y aunque no hay duda de que puede usarse sin un contexto esp...

Sobre la fe (y sus desvíos)

Unos hombres que decían obrar en nombre de Dios y de su Profeta han decidido asesinar a doce personas en París para dar testimonio de su fe y castigar la irreverencia en que las víctimas habían incurrido al osar hacer humor con la religión que profesan. 
La barbarie de esta acción, notoria y sin paliativos, ha desencadenado la justa repulsa de quienes aman la libertad. También ha dado rienda suelta, en algunos, a sus sentimientos de desprecio por el Islam, la fe que invocaron los asesinos, o por todas las religiones en general. De otro lado, se han alzado voces contra la generalización que trata de meter en el mismo saco, el de los fanáticos criminales, a todos los musulmanes, o a todos los creyentes.

Unos y otros han intercambiado sus pareceres en las últimas horas. También se han despreciado, ridiculizado o agredido recíprocamente. Quienes tengan como objetivo el odio y la disensión están sin duda de enhorabuena. El atentado, amén de acabar con doce vidas de forma absurda y miserable, ha removido unos cuantos nidos de avispas.

Fotografías cedidas por la Policía francesa
en París que muestra a Cherif Kouachi,
32, (i) y su hermano Said Kouachi,
Este bloguero ha asistido al debate echando de menos, tanto en unos como en otros, una mayor disposición a escuchar y conocer al de enfrente. Y en particular, una mejor comprensión de la diversidad y complejidad de la religión musulmana, de las formas de vivirla y de la genealogía del integrismo yihadista, que no es la corriente que inspira a los musulmanes con preferencia a otras. De hecho, es relativamente moderna, y hasta hace muy poco, en términos históricos, marginal. Quizá haya que dedicarle al asunto una entrada, pero lo dejo para más adelante.

Apunto aquí la fuente que considero más útil para explorar esa cuestión, de entre las disponibles en español: La enfermedad del Islam, del tunecino Abdelwahab Meddeb. Un intelectual de formación a la vez árabe y occidental que es un inmejorable guía para entender los recodos y perfiles de islamismo, entre otras cosas porque no es complaciente ni con los suyos ni con los otros.

La enfermedad del Islam,
Abdelwahab Meddeb.
Quiero dedicar esta entrada a otra cosa, y otro libro. Ha coincidido que es el que estaba leyendo cuando ha venido a llamar la sinrazón del fundamentalismo a nuestra puerta. Coincide también que lo escribe un francés, o lo que es lo mismo, un miembro de la comunidad agredida por los yihadistas; un francés que además representa el espíritu laico y racionalista propio de su país y que, he aquí la coincidencia más sobrecogedora, dedica más de 600 páginas a hablar de las relaciones entre fe y escepticismo y de cómo puede acercarse al fenómeno religioso quien no experimenta en su interior la llamada de la fe.

El libro se llama Le Royaume, y cito su título en francés porque es la lengua en la que puede leerse por ahora (su traducción española aparecerá dentro de unos meses, publicada por Anagrama). Su autor es Emmanuel Carrère, uno de esos escritores cuyos lectores no pueden esperar, tan pronto saben que ha publicado algo, para buscarlo y devorarlo. De ahí, entre otras razones, mi anticipación a la edición española. (Nótese, por cierto, la sencillez admirable de la edición francesa).

Le Royaume, Emmanuel Carrère.
Esos escritores son, por definición, pocos. Y cuando leemos uno de sus libros, comprendemos por qué nos provocan semejante impaciencia. Tienen algo distinto, una voz, una hondura en el mirar y en el pensar, una audacia que otros no tienen. Carrère ya lo demostró con El adversario, ese relato estremecedor de un hombre que mató para proteger su mentira. Y más recientemente con Limónov, su original biografía del estrafalario poeta ruso Eduard Savienko. ConLe Royaume, definitivamente, se ha superado. Se trata, nada menos, que de un viaje a los orígenes del cristianismo, una reconstrucción, conjetural, pero nada arbitraria, de personajes como San Pablo, San Lucas, San Marcos y San Juan, o lo que es lo mismo, de quienes escribieron los textos de los que se alimenta la fe cristiana. Sólo uno de ellos (San Juan, y aún es dudoso que quien escribió el Evangelio que lleva su nombre fuera él) conoció a Jesús. De sus palabras han extraído aliento y fundamento de vida millones de personas a la largo de la Historia. Y lo siguen haciendo, dos mil años después. La historia es fascinante, y no menos fascinantes son las paradojas que envuelven el asunto y que Carrère expone con maestría.

Impresiona, también, la honradez con la que el autor se aproxima a la materia de su escritura, confesando su pasada condición de creyente y reconociendo sin ambages su actual agnosticismo. Y sin privarse de exponer las zozobras e incertidumbres personales de su camino de ida y vuelta. La franqueza llega a asombrar, como cuando cuenta su experiencia con un famoso psicoanalista (todas las traducciones de esta entrada las hace quien la escribe):
Había pasado ya diez años sobre el diván de dos de sus colegas, sin resultados notables, o a el menos eso pensaba yo en aquel momento. Roustang me respondió que no, que no me trataría. Para empezar porque él era ya demasiado viejo, luego porque a su parecer lo único que me interesaba del psicoanálisis era frustrar al psicoanalista, arte en el que me había convertido visiblemente en un maestro. Si quería demostrar por tercera vez mi maestría él no iba a impedírmelo, pero, añadió: “No conmigo. Y si yo fuera usted, me plantearía otra cosa”. “¿Qué?”, le pregunté, alardeando de la superioridad del incurable.“Bueno”, respondió Roustang, “ha hablado usted del suicidio. No tiene buena prensa en nuestros días, pero a veces es una solución”. Y dicho esto, quedó en silencio. También yo. Después, prosiguió: “En otro caso, puede usted vivir”.
Emmanuel Carrère.
Tiene también Carrère, además de la lealtad hacia el lector de escribir en primera persona, la elegancia de dejar bien claras de entrada las coordenadas desde las que escribe, y que ilustra perfectamente este fragmento:
Pascal: “He aquí la guerra abierta entre los hombres, en la que cada uno ha de tomar partido y alinearse necesariamente con el dogmatismo o con el pirronismo. Quien crea permanecer neutral será pirroniano por excelencia”. Pirroniano, discípulo del filósofo Pirrón, es decir, escéptico. O como se diría hoy: relativista. Lo que significa, cuando Jesús afirma que él es la verdad, encogerse de hombros como Poncio Pilato y responder: “¿Qué es eso de la verdad?” Tantas opiniones, tantas verdades. Bueno, de acuerdo. No pretenderé ser neutral. Lanzaré sobre mi dogmatismo una mirada pirroniana. Reconstruiré el entrelazado de derrotas, de autodesprecio, de miedo pánico frente a la vida que me condujo a creer. Y es posible que entonces, y sólo entonces, deje de contarme historias.
También se cuida de precisar, con carácter previo, el alcance de su escrito:
Me convertí en aquel en quien tanto temía convertirme. Un escéptico. Un agnóstico, ni siquiera lo bastante creyente para ser ateo. Un hombre que piensa que lo contrario de la verdad no es la mentira sino la certidumbre. Y lo peor, desde el punto de vista de quien había sido, era que lo llevaba estupendamente. ¿Caso cerrado, entonces? No debía de estarlo, de hecho, para que quince años después de haber arrumbado en una caja mis cuadernos de comentarios del Evangelio, me asaltara el deseo de volver a girar en torno a este punto central y misterioso de la historia de todos nosotros; de mi propia historia. De regresar a los textos, es decir, al Nuevo Testamento.El camino que había recorrido antaño como creyente, ¿voy a recorrerlo hoy como novelista? ¿Como historiador? No lo sé aún, ni lo quiero decidir, no creo que el gorro tenga al final importancia. Digamos un investigador.
San Pablo, El Greco
Y en otro pasaje, desarrollando un poco más la misma idea, escribe algo que daba que pensar estos días, tras el atentado de París, leyendo a tantas personas que, ya fuera desde la fe o el descreimiento, se ponían por encima de los que no veían las cosas como ellos.
No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya regresado de entre los muertos. Simplemente, que eso pueda creerse, que yo mismo lo haya creído, me intriga, me fascina, me descoloca, me perturba (no sé qué verbo es más apropiado). Escribo este libro para no creerme que sé más, no creyéndolo, que aquellos que sí lo creen o que yo mismo cuando lo creía. Escribo este libro para no darme la razón.
En otro momento de estas mismas páginas recuerda una frase de su libro anterior, Limónov, que al parecer es la que más le citan sus lectores, y que también viene perfectamente al caso: “El hombre que se cree superior, inferior o incluso igual a otro hombre, no comprende la realidad”.

Mientras recorre las vicisitudes de los primeros apóstoles, Carrère va deslizando pensamientos sobre la religión, siempre respetuosos y basados en una reflexión profunda, aun siendo como es agnóstico. Pensamientos que en estos días resultan a la vez amargos e iluminadores. Para muestra, este botón:
Los romanos, ya se dijo, oponían la religio a la superstitio, los ritos que reúnen a los hombres a las creencias que los separan. Esos ritos eran formalistas, contractuales, escasos de sentido y de calor, pero ahí residía justamente su virtud. Pensemos en nosotros, occidentales del siglo XXI. La democracia laica es nuestrareligio. No le pedimos que nos exalte ni que colme nuestras aspiraciones más íntimas, tan sólo que nos proporcione un marco en el que pueda desplegarse la libertad de cada cual. Escarmentados por la experiencia, tememos por encima de todo a aquellos que pretenden conocer la fórmula de la dicha, o de la justicia, o de la realización del hombre, e imponérsela. La superstitio que desea nuestra muerte, eso fue el comunismo, y hoy es el islamismo.
O este otro, para quienes sienten que menospreciar la irracionalidad o lo gratuito de los postulados de la religión puede ser una forma eficaz de combatirla:
Es un fenómeno corriente, observado a menudo por los historiadores de las religiones:los desmentidos de la realidad, en vez de arruinar un credo, tienden por el contrario a reforzarlo.
San Juan Evangelista., El Greco
Igualmente interesantes son sus reflexiones, no exentas de humor, y cargadas por otra parte de sentido común, sobre la posibilidad de la novela histórica, en su versión llamémosle “objetiva”, a la que renuncia sin dudarlo:
Se trata de novelar, y eso no me inspira. Y si no me inspira, puede que sea porque es una novela. Hacer decir a personajes de la Antigüedad, con toga o con túnica, cosas como “Salud, Paulus, ven pues al atrio”, hay gentes capaces de hacerlo sin pestañear. Yo no lo soy. Es el problema de la novela histórica, a fortiori el del péplum: tengo la sensación de estar en un tebeo de Astérix. Tampoco pretendo ser mejor. Son dos escuelas, y todo lo que puedo decir de la mía es que se ajusta más a la sensibilidad moderna (amiga de la sospecha, del revés de los decorados y de los making of) que la pretensión a la vez elevada e ingenua de Marguerite Yourcenar de desaparecer para mostrar las cosas tal como son, en su esencia y su verdad.

Conmueve especialmente el testimonio en primera persona del creyente que ha dejado de serlo, cuando transcribe las últimas palabras de los cuadernos de su época religiosa: “Te abandono, Señor. No me abandones Tú”. Por doquier, no sólo en ese pasaje, planea la sensación de que en relación con la fe, y pese a nuestro afán racionalista, existe una suerte de fatalidad, que o bien nos lleva a profesarla, o bien a carecer de ella. Cita Carrère estas palabras del Evangelio de Juan:
En verdad te digo, cuando eras joven, te ceñías tú mismo el cinturón e ibas a donde tú querías. Cuando hayas envejecido, extenderás las manos y otro te ceñirá, y te conducirá a donde no querías ir.
Y en un sentido similar, estas otras, tomadas de un apócrifo copto del siglo II:
Si haces que brote lo que está en ti, eso que hagas brotar te salvará. Si no haces que brote lo que está en ti, eso que no hagas brotar te matará.
San Lucas, El Greco.
De todos los personajes del libro, aquel con quien más se identifica el autor, y quien acaba condensando el sentido de esa “investigación” que lo vertebra, es Lucas, el discípulo griego de Pablo, luego evangelista, que nunca vio a Jesús pero que viajó con su maestro a Jerusalén y allí, presumiblemente, recogió de primera mano testimonios de personas que sí le habían conocido. Además de inspirarse en una fuente primitiva, el conocido por los estudiosos del Nuevo Testamento como protoevangelio Q (de Quelle, fuente, en alemán), al que también tuvo acceso Mateo y del que provienen pasajes, incluidos algunos de los dichos más célebres de Jesús, que sólo ellos cuentan. A Carrère le seduce especialmente la figura de este evangelista, que quiso conciliar el cristianismo exaltado, brillante y universalista de San Pablo con el más hebreo, oscuro y circunspecto de Santiago, Pedro y los discípulos que habían conocido a Jesús. Así lo retrata:
El Lucas que imagino no podía evitar, cuando escuchaba a Pablo despotricar de Santiago, pensar para sí que Santiago tenía algo de razón. Y viceversa, cuando Santiago despotricaba de Pablo. ¿Lo convierte esto en un hipócrita? ¿Uno de esos hombres divididos a los que, según sus propias palabras, el Señor no se da? ¿Un hombre cuyo sí se inclina al no y cuyo no se inclina al sí? No lo sé. Peroun hombre que piensa que la verdad siempre tiene un pie en el campo contrario, ciertamente. Un hombre para el que el drama pero también la sal de la vida es que todo el mundo tiene sus razones y ninguna es mala. Lo contrario de un sectario. Esto es, lo contrario de Pablo, aunque eso no le impidió amarlo y admirarlo, permanecer fiel a él y hacer de él el héroe de su libro [se refiere a los Hechos de los Apóstoles].
No sé por qué, me parecen las palabras más a propósito para meditar sobre lo que ha ocurrido en París. El demonio, al que hay que combatir con determinación, está y estará siempre en la intolerancia dogmática. Que no es exclusiva, y los agnósticos debemos ser conscientes de ello, de las personas que se atienen a una fe religiosa. Le Royaume es un libro pensado y que hace pensar, documentado y que documenta a quien lo lee, dejándole margen de interpretación personal. Todo un ejemplo.

Postdata: No deja de ser una significativa coincidencia que el mismo día del atentado apareciera en Francia otro libro, de un autor francés de primera fila, que tiene como tema la religión, en este caso a través de la ficción futurista de una Francia que elige a un musulmán presidente de la República. Se llama Soumission y su autor es Michel Houellebecq. Otro de esos escritores a quienes, se esté o no de acuerdo con ellos, uno se apresura a leer. Lo que está claro es que la religión, y la reflexión sobre ella, están de moda. Las tesis de Houellebecq siempre sacuden la mente. Y aunque a raíz del atentado haya cancelado los actos de promoción del libro, habrá que leerlo, también.

YAHOO

No hay comentarios:

Publicar un comentario