Según la teoría más arraigada, la formación de nuestro Sistema Solar comenzó gracias a la poderosa onda de choque de una supernova. Tras la enorme explosión, la estrella moribunda «inyectó» una gran cantidad de materiales en la vecina nube de polvo y gas, causando su colapso gravitatorio y permitiendo así que se formaran el Sol y el resto de planetas que conocemos.
Ahora, un trabajo dirigido por el astrofísico Alan Boss, del Intituto Carnegie, ofrece. Los investigadores, en efecto, han realizado un modelo que se remonta a antes del colapso de la nube de polvo y gas y que muestra con todo detalle las diferentes fases de la formación de nuestra estrella. La investigación se ha publicado recientemente en Astrophysical Journal.
Un elemento fundamental para poner a prueba las diferentes teorías sobre la formación del Sistema Solar se esconde en la composición química de los meteoritos. Estas antiquísimas rocas espaciales retienen, de hecho, un registro completo de los elementos, los isótopos y los componentes que existieron en los primeros días de existencia de nuestro sistema planetario. Y un tipo concreto de meteoritos, las condritas carbonáceas, son las que conservan muestras de los elementos más primitivos que se conocen.
La huella del Sistema Solar primitivo
Entre todos los ingredientes del «maquillaje químico» de las condritas, destacan los llamados «isótopos radiactivos de vida corta». Los isótopos son «versiones» de un elemento con el mismo número de protones, pero con un número diferente de neutrones. A veces, como es el caso de los isótopos radioactivos, el número de neutrones presentes en el núcleo puede hacer que el isótopo se vuelva inestable. Para recuperar la estabilidad, esos isótopos suelen emitir partículas muy energéticas, que terminan por alterar el número de protones y neutrones del núcleo y se transmutan, por lo tanto, en elementos diferentes del original.
Por supuesto, algunos de los isótopos que existían mientras el Sistema Solar se estaba formando eran radiactivos, y tenían tasas de desintegración que los hacían desaparecer en un plazo de decenas o cientos de millones de años, un tiempo breve en términos astronómicos. El hecho de que tales isótopos aún existían cuando se formaron las condritas carbonáceas es fácilmente comprobable gracias a la abundancia de los productos (estables) de su desintegración (también llamados «isótopos hijos») hallados en muchas condritas primitivas. Así, midiendo la cantidad de estos «isótopos hijos», los científicos pueden saber cuándo, y posiblemente cómo, esas condritas llegaron a formarse.
Un reciente análisis de antiguas condritas, llevado a cabo por Myriam Telus, también del Instituto Carnegie, se fijó en concreto en el hierro-60, un isótopo radiactivo de vida corta y que se desintegra en niquel-60. Este isótopo solo se crea en presencia de una gran cantidad de reacciones nucleares, como las que se dan en los núcleos de ciertas estrellas o en las explosiones de tipo supernova.
Dado que todo el hierro-60 que pudiera haber existido durante la formación del Sistema Solar se desintegró hace mucho tiempo, el equipo de Telus se centró en la búsqueda de su producto «hijo», el níquel-60. La cantidad de niquel-60 hallada en muestras de meteoritos (en comparación con la cantidad del normal y estable de hierro-56), puede indicar qué cantidad de hierro-60 había originalmente en el meteorito.
El hierro 60 apunta a una supernova
Resulta que no hay muchas opciones de cómo un exceso de hierro-60 (que luego decayó en níquel-60) podría haberse metido en un objeto del Sistema solar primitivo. Y una de esas opciones es una supernova.
De este modo, y aunque los investigadores no han encontrado aún la prueba directa de que los isótopos radiactivos fueron «inyectados» en la nube primordial de polvo y gas por la onda de choque de una supernova, Telus sí que logró demostrar que la cantidad de hierro-60 presente en el Sistema Solar primitivo es consistente con la hipótesis de una supernova.
Teniendo en cuenta estos nuevos hallazgos, Boss revisó sus primeros modelos de colapso gravitatorio provocado por una onda de choque, y los extendió hasta abarcar antes del comienzo del colapso y a través de los estadios intermedios de la formación estelar, cuando se creó el Sol, lo que constituye un importante avance para dilucidar cómo fue exactamente el origen de nuestro Sistema Solar.
«Mis hallazgos -explica Boss- indican que la onda de choque de una supernova es la explicación más plausible para la presencia de isótopos radiactivos de vida corta en el Sistema Solar».
Entre todos los ingredientes del «maquillaje químico» de las condritas, destacan los llamados «isótopos radiactivos de vida corta». Los isótopos son «versiones» de un elemento con el mismo número de protones, pero con un número diferente de neutrones. A veces, como es el caso de los isótopos radioactivos, el número de neutrones presentes en el núcleo puede hacer que el isótopo se vuelva inestable. Para recuperar la estabilidad, esos isótopos suelen emitir partículas muy energéticas, que terminan por alterar el número de protones y neutrones del núcleo y se transmutan, por lo tanto, en elementos diferentes del original.
Por supuesto, algunos de los isótopos que existían mientras el Sistema Solar se estaba formando eran radiactivos, y tenían tasas de desintegración que los hacían desaparecer en un plazo de decenas o cientos de millones de años, un tiempo breve en términos astronómicos. El hecho de que tales isótopos aún existían cuando se formaron las condritas carbonáceas es fácilmente comprobable gracias a la abundancia de los productos (estables) de su desintegración (también llamados «isótopos hijos») hallados en muchas condritas primitivas. Así, midiendo la cantidad de estos «isótopos hijos», los científicos pueden saber cuándo, y posiblemente cómo, esas condritas llegaron a formarse.
Un reciente análisis de antiguas condritas, llevado a cabo por Myriam Telus, también del Instituto Carnegie, se fijó en concreto en el hierro-60, un isótopo radiactivo de vida corta y que se desintegra en niquel-60. Este isótopo solo se crea en presencia de una gran cantidad de reacciones nucleares, como las que se dan en los núcleos de ciertas estrellas o en las explosiones de tipo supernova.
Dado que todo el hierro-60 que pudiera haber existido durante la formación del Sistema Solar se desintegró hace mucho tiempo, el equipo de Telus se centró en la búsqueda de su producto «hijo», el níquel-60. La cantidad de niquel-60 hallada en muestras de meteoritos (en comparación con la cantidad del normal y estable de hierro-56), puede indicar qué cantidad de hierro-60 había originalmente en el meteorito.
El hierro 60 apunta a una supernova
Resulta que no hay muchas opciones de cómo un exceso de hierro-60 (que luego decayó en níquel-60) podría haberse metido en un objeto del Sistema solar primitivo. Y una de esas opciones es una supernova.
De este modo, y aunque los investigadores no han encontrado aún la prueba directa de que los isótopos radiactivos fueron «inyectados» en la nube primordial de polvo y gas por la onda de choque de una supernova, Telus sí que logró demostrar que la cantidad de hierro-60 presente en el Sistema Solar primitivo es consistente con la hipótesis de una supernova.
Teniendo en cuenta estos nuevos hallazgos, Boss revisó sus primeros modelos de colapso gravitatorio provocado por una onda de choque, y los extendió hasta abarcar antes del comienzo del colapso y a través de los estadios intermedios de la formación estelar, cuando se creó el Sol, lo que constituye un importante avance para dilucidar cómo fue exactamente el origen de nuestro Sistema Solar.
«Mis hallazgos -explica Boss- indican que la onda de choque de una supernova es la explicación más plausible para la presencia de isótopos radiactivos de vida corta en el Sistema Solar».
abc.es
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