Aquella mujer había sido torturada y le habían metido el ladrillo en la boca cuando todavía estaba con vida. Borrini, que además de antrópologo es un conocido folclorista, llegó a una sorprendente conclusión: se trataba del primer ritual de exorcismo con un vampiro desarrollado en esa región de Italia del que se tiene constancia.
Esta historia real es el punto de partida de El vampiro de Silesia (Minotauro), la primera novela de Lorenzo Fernández Bueno, conocido periodista del misterio –o de lo raro, como le gusta a él llamarlo–, colaborador de La rosa de los vientos y director de la revista Enigmas.
Para Fernández, no es casual que el mito del vampiro empezara a fraguarse en la segunda mitad del siglo XVI, pues fue cuando se produjeron las grandes epidemias de peste. “En esta época, cuando parecía que la enfermedad se erradicaba, volvía a reproducirse al cabo de semanas o meses. Las tumbas se volvían a abrir porque no había sitio suficiente para encerrar tantos cadáveres. Los enterradores, al abrir esas tumbas, se encontraban con que algunos cadáveres no estaban en el estado que deberían estar: habían engordado, tenían el cabello largo, las uñas crecían, brotaba sangre de la boca… Para ellos eran seres de ultratumba”.
El primer vampiro moderno se conocía como masticador de mortajas, porque se encontraron cadáveres con su sudario completamente introducido en la boca. El miedo a una enfermedad que nadie conocía, y que nadie sabía tratar, hizo el resto. “En 1725, un pastor luterano llamado Michael Ranft recogió las tradiciones en un libro que se llama Los masticadores de mortajas en las tumbas que contaba cómo los cadáveres se alimentaban de sus propios congéneres hasta que cobraban la fuerza suficiente para salir de las tumbas y atacar a los vivos”.
La construcción de un mito
Esta historia real es el punto de partida de El vampiro de Silesia (Minotauro), la primera novela de Lorenzo Fernández Bueno, conocido periodista del misterio –o de lo raro, como le gusta a él llamarlo–, colaborador de La rosa de los vientos y director de la revista Enigmas.
Para Fernández, no es casual que el mito del vampiro empezara a fraguarse en la segunda mitad del siglo XVI, pues fue cuando se produjeron las grandes epidemias de peste. “En esta época, cuando parecía que la enfermedad se erradicaba, volvía a reproducirse al cabo de semanas o meses. Las tumbas se volvían a abrir porque no había sitio suficiente para encerrar tantos cadáveres. Los enterradores, al abrir esas tumbas, se encontraban con que algunos cadáveres no estaban en el estado que deberían estar: habían engordado, tenían el cabello largo, las uñas crecían, brotaba sangre de la boca… Para ellos eran seres de ultratumba”.
El primer vampiro moderno se conocía como masticador de mortajas, porque se encontraron cadáveres con su sudario completamente introducido en la boca. El miedo a una enfermedad que nadie conocía, y que nadie sabía tratar, hizo el resto. “En 1725, un pastor luterano llamado Michael Ranft recogió las tradiciones en un libro que se llama Los masticadores de mortajas en las tumbas que contaba cómo los cadáveres se alimentaban de sus propios congéneres hasta que cobraban la fuerza suficiente para salir de las tumbas y atacar a los vivos”.
La construcción de un mito
Aunque podemos ubicar en el siglo XVI el nacimiento del mito del vampiro, no fue hasta el siglo XVIII cuando adquirió su forma definitiva. Entre 1725 y 1732 ciertas regiones de Silesia y Rumanía sufrieron una enorme epidemia. Aunque la ciencia había avanzado notablemente, los médicos se encontraron con algo que no podían explicar, y abrazaron la superstición dándole categoría de ley. “La explicación que daban los médicos”, asegura Fernández, “es que los cadáveres se levantaban durante la noche para atacar a los vivos, que incluso recibían nombre y apellidos, como Arnold Paole, el caso más célebre de los que surgieron en esa zona”.
Hoy parece muy ingenuo creer en la existencia de los vampiros, pero en la época, cuenta el periodista, todo encajaba: “Enfermedades que podían estar asociadas a las características que se daban a los vampiros, como la hipersensibilidad a la luz del sol o esa agresividad manifiesta eran compatibles con la rabia o la peste, pero entonces no se conocían. Si además te sitúas en lugares donde la evolución de las ciencias y las artes prácticamente no existe, como los países de la Europa de fronteras, donde sólo hay guerreros que están metidos en el barro todos los días, te encuentras con el caldo de cultivo ideal para que supersticiones como estas afloraran y se dieran por ciertas”.
En la expansión del mito del vampiro la Iglesia Católica jugó también un importante papel. “Por dogma de fe la Iglesia católica está obligada a creer en el demonio”, explica Fernández, “por tanto evidentemente hay que creer también en aquellos que no dejan de ser hijos del demonio”. El periodista cree que, desde el papado de Sixto V (1585-1950), uno de los protagonistas de su novela, la Iglesia ordenó exorcismos directamente relacionados con el vampirismo, empezando por la mujer del ladrillo en la boca: “Era año 1576, esto no se podía hacer si no es porque alguien de la Iglesia lo había ordenado y el que lo ordeno en aquel instante tuvo que ser el patriarca de Venecia, la máxima autoridad canóniga de las ciudad de los canales, que por aquel entonces era el papa Sixto V”.
Todo este cóctel de superstición, desconocimiento y mito, cuenta Fernández, hizo que durante mucho tiempo los vampiros fueron considerados seres reales en buena parte de Europa: “Hasta prácticamente la primera mitad del siglo XX en países tan sumamente avanzados como Gran Bretaña había algunos cuerpos que se enterraban boca abajo para evitar que salieran de sus tumbas. Para los suicidas había una ley no escrita, se pensaba que tenían más posibilidades de convertirse en vampiro y lo mejor era enterrarlos en un cruce de caminos, que fue una costumbre habitual hasta mediados del siglo XIX”.
Superstición, misterio y ¿ciencia?
Hoy parece muy ingenuo creer en la existencia de los vampiros, pero en la época, cuenta el periodista, todo encajaba: “Enfermedades que podían estar asociadas a las características que se daban a los vampiros, como la hipersensibilidad a la luz del sol o esa agresividad manifiesta eran compatibles con la rabia o la peste, pero entonces no se conocían. Si además te sitúas en lugares donde la evolución de las ciencias y las artes prácticamente no existe, como los países de la Europa de fronteras, donde sólo hay guerreros que están metidos en el barro todos los días, te encuentras con el caldo de cultivo ideal para que supersticiones como estas afloraran y se dieran por ciertas”.
En la expansión del mito del vampiro la Iglesia Católica jugó también un importante papel. “Por dogma de fe la Iglesia católica está obligada a creer en el demonio”, explica Fernández, “por tanto evidentemente hay que creer también en aquellos que no dejan de ser hijos del demonio”. El periodista cree que, desde el papado de Sixto V (1585-1950), uno de los protagonistas de su novela, la Iglesia ordenó exorcismos directamente relacionados con el vampirismo, empezando por la mujer del ladrillo en la boca: “Era año 1576, esto no se podía hacer si no es porque alguien de la Iglesia lo había ordenado y el que lo ordeno en aquel instante tuvo que ser el patriarca de Venecia, la máxima autoridad canóniga de las ciudad de los canales, que por aquel entonces era el papa Sixto V”.
Todo este cóctel de superstición, desconocimiento y mito, cuenta Fernández, hizo que durante mucho tiempo los vampiros fueron considerados seres reales en buena parte de Europa: “Hasta prácticamente la primera mitad del siglo XX en países tan sumamente avanzados como Gran Bretaña había algunos cuerpos que se enterraban boca abajo para evitar que salieran de sus tumbas. Para los suicidas había una ley no escrita, se pensaba que tenían más posibilidades de convertirse en vampiro y lo mejor era enterrarlos en un cruce de caminos, que fue una costumbre habitual hasta mediados del siglo XIX”.
Superstición, misterio y ¿ciencia?
Hoy en día nadie cree en vampiros, pero la superstición, como en aquellos tiempos, sigue muy presente. “En los tiempos en que hay una pérdida de valores, en los que las creencias se tambalean de una forma tremenda, se va buscando otro tipo de alivio o explicación y se busca en el ámbito de la superstición, el misterio o el mismo azar”, cuenta Fernández. “Hace unas semanas me quedé totalmente sorprendido comprobando las estadísticas de las ganancias de las empresas de juegos de azar, que han subido de forma extraordinaria. Es a esas alternativas a las que nos agarramos en tiempos de crisis”. Y esto explica, también, que el sector del periodismo de lo raro goce de buena salud.
Fernández lleva trabajando en el periodismo del misterio desde los años 90 y, aunque reconoce que se han cometido errores, insiste en que los profesionales de estas temáticas son muy rigurosos. “Claro que hay misterios que no son tales”, explica el periodista, “pero siempre los ha destapado alguien que estaba dentro del misterio. A nosotros no se nos caen los anillos si en un momento determinado tenemos que rectificar. Yo creo en el fenómeno de las Caras de Belmez, porque han sido muchos años de investigación. Si en un momento dado se descubriera que fue un fraude el primero que lo publicaría sería yo en mi revista”.
El periodista acepta que la ciencia puede explicar la mayoría de los misterios, al igual que hizo con los no muertos, pero no quiere renunciar a un porcentaje de trascendencia: “Estoy convencido de que todavía quedará un pequeño porcentaje que no podremos explicar por mucho que avance la ciencia”.
Fuente: bit.ly
Fernández lleva trabajando en el periodismo del misterio desde los años 90 y, aunque reconoce que se han cometido errores, insiste en que los profesionales de estas temáticas son muy rigurosos. “Claro que hay misterios que no son tales”, explica el periodista, “pero siempre los ha destapado alguien que estaba dentro del misterio. A nosotros no se nos caen los anillos si en un momento determinado tenemos que rectificar. Yo creo en el fenómeno de las Caras de Belmez, porque han sido muchos años de investigación. Si en un momento dado se descubriera que fue un fraude el primero que lo publicaría sería yo en mi revista”.
El periodista acepta que la ciencia puede explicar la mayoría de los misterios, al igual que hizo con los no muertos, pero no quiere renunciar a un porcentaje de trascendencia: “Estoy convencido de que todavía quedará un pequeño porcentaje que no podremos explicar por mucho que avance la ciencia”.
Fuente: bit.ly
No hay comentarios:
Publicar un comentario