La complejísima forma de parir de las hembras humanas hace prácticamente imprescindible la ayuda de terceros para que la madre y su hijo logren sobrevivir, de modo que la figura de la partera puede que ya existiera hace 1,6 millones de años.
Al menos ésa es la tesis de la antropóloga Karen Rosenberg, que publicó en 1993 un estudio comparativo de la estructura ósea de las caderas de varios ancestros del humano, incluyendo la famosa Lucy (austrolopitecus de hace 3 millones de años) y un homo erectus de 12 años de hace 1,6 millones de años, así como el esqueleto de parientes homínidos actuales, como el chimpancé y el gorila. Rosenberg concluyó que la combinación de la postura erguida característica del ser humano y el desmesurado tamaño de la cabeza del bebé (peaje necesario para albergar una inteligencia privilegiada) convirtieron el parto en una tarea complicada y peligrosa, acreedora de una precisión casi milimétrica. Y de una comadrona.
Para poder mantener la postura erguida, el sacro y los huesos pélvicos están alineados de tal forma en el cuerpo humano que el canal vaginal de la mujer se convierte en un enrevesado laberinto por el que debe trasegar la enorme cabeza del bebé en varios giros, superando los obstáculos y adaptándose a la anatomía de su madre. Finalmente, la cara del bebé se asoma mirando hacia el recto materno, después de una delicada cabriola de 180º (aquí una descripción detallada de la operación). De aquellos polvos (con perdón), esa maldición bíblica: “Parirás a tus hijos con dolor” (Génesis, 3:16).
El parto de los grandes simios es asombrosamente sencillo: la cabeza del naciente cabe holgadamente por el canal vaginal de su madre. La postura inicial del feto, mirando hacia la madre, es la misma que tiene el feto humano al principio del parto pero sin necesidad de realizar ningún giro, lo que permite que sea la propia madre la que asista la operación.
Teniendo en cuenta que el parto es el método favorito de nacimiento de los humanos, sorprende que no nos hayamos extinguido por este lamentable error de diseño, como se pregunta Jörg Zittlau en un reciente e interesante librito, llamado “De focas daltónicas y alces borrachos”, que trata precisamente de lo que parecen errores de bulto en el diseño de ciertos seres que cuando menos ponen en solfa el adjetivo de “inteligente” para calificar el “diseño” de la vida.
Pero ese enorme cabezón que acarrea la cría humana le sirve para dos cosas: asociarse con otros seres humanos para garantizarse el sustento e inventar, entre otras cosas, la figura de la comadrona. La evolución tiene razones que la razón no entiende.
Fuente: Cookingideas
El parto de los grandes simios es asombrosamente sencillo: la cabeza del naciente cabe holgadamente por el canal vaginal de su madre. La postura inicial del feto, mirando hacia la madre, es la misma que tiene el feto humano al principio del parto pero sin necesidad de realizar ningún giro, lo que permite que sea la propia madre la que asista la operación.
Teniendo en cuenta que el parto es el método favorito de nacimiento de los humanos, sorprende que no nos hayamos extinguido por este lamentable error de diseño, como se pregunta Jörg Zittlau en un reciente e interesante librito, llamado “De focas daltónicas y alces borrachos”, que trata precisamente de lo que parecen errores de bulto en el diseño de ciertos seres que cuando menos ponen en solfa el adjetivo de “inteligente” para calificar el “diseño” de la vida.
Pero ese enorme cabezón que acarrea la cría humana le sirve para dos cosas: asociarse con otros seres humanos para garantizarse el sustento e inventar, entre otras cosas, la figura de la comadrona. La evolución tiene razones que la razón no entiende.
Fuente: Cookingideas
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