Durante la Edad Media una de las destrezas que se pedía a las candidatas a brujas era que pudiesen demostrar su habilidad para volar. Además, se les exigía que pudiesen tener encuentros con el diablo, que supiesen practicar magia negra y que, quizás esto era lo más difícil, que pudiesen mantener relaciones sexuales con demonios.
Desde tiempos inmemoriales se atribuye a las brujas la pericia para desplazarse a los aquelarres haciendo acrobacias aéreas. Generalmente, el vehículo utilizado para este fin era una simple escoba. ¿Por qué este medio de locomoción y no otro? Probablemente, por un simbolismo fálico, que en cierto modo enlazaría con la promiscuidad de los seres endemoniados.
Los vuelos de las brujas no ha sido un tema baladí y llegó a inquietar al mismísimo Felipe II (1527-1598), hasta el punto de que creó una delegación a la que encargó llevar a cabo una minuciosa investigación. Los comisionados, todos ellos hombres de reconocido prestigio académico, se desplazaron hasta Galicia, donde se decía que había mayor número de brujas por metro cuadrado.
Después de realizar las pesquisas que consideraron oportunas regresaron a la Corte y concluyeron que, efectivamente, las brujas volaban. Incluso llegaron a afirmar que fueron testigos de uno de esos vuelos. Es fácil imaginar la cara de susto que se le quedó al monarca. Para los más curiosos, el informe que redactaron los encomendados se conserva actualmente en el archivo de la biblioteca del monasterio de El Escorial.
Las pócimas
En 1451, en tiempos de los Reyes Católicos, don Alfonso de Torado, obispo de Ávila, sugirió que los vuelos y cambios de forma de las brujas no eran sobrenaturales y que mucho menos obedecían a pactos con el demonio. A juicio de este obispo, eran los efectos de los brebajes que las brujas preparaban y consumían. Una afirmación muy acertada que desgraciadamente cayó en saco rato.
Sabemos que estas mujeres tenían vastos conocimientos de plantas, con las cuales preparaban todo tipo de pociones. Eran unas verdaderas “cocinillas”, que tan bien preparaban un filtro de amor como aliñaban un ungüento con poder cicatrizante.
Entre los numerosos ingredientes que empleaban se encuentran, por citar sólo algunos, las solanáceas, la mandrágora, la belladona, el estramonio, el beleño negro y la aconitina.
La aconitina está compuesta por acónito, una sustancia que se absorbe muy bien a través de la piel, lo cual hace posible que se pueda usar en forma de pomadas. Entre los efectos del acónito se encuentran las alucinaciones y la taquicardia. Dicho de otro modo, si una persona se embadurna todo su cuerpo con aconitina puede llegar a tener alucinaciones que la hagan creer que está volando.
Ahora bien, no es lo mismo frotarse la aconitina a nivel de las manos, que en la zona de las mucosas –labios, vagina, ano y ojos- ya que en estas últimas la absorción de esa sustancia, y con ella los efectos químicos, son mayores y más inmediatos.
Los sapos y la bufotenina
Durante siglos la magia y la brujería estuvieron íntimamente asociadas a un animal: el sapo. Muchas brujas tenían sapos como animal de compañía. La razón hay que buscarla en la creencia de que este anfibio tenía una piedra en su cabeza que le confería la capacidad de dar sus saltos acrobáticos. Para poder emular estos saltos en forma de viajes no faltaron brujas que se untaron su piel con las secreciones de los sapos.
En el año 1920 el farmacólogo alemán Handovsky consiguió aislar por vez primera la bufotenina, una sustancia alcaloide que tiene efectos alucinógenos y que se encuentra en el veneno, en la grasa y en la piel del sapo. Al igual que sucedía con la aconitina, puede pasar a nuestro torrente circulatorio si se administra por vía cutánea.
Ahora tan sólo falta ponernos en escena. ¿Qué pensarían dos hombres de la Edad Media si hallasen a una mujer medio desnuda frotándose un ungüento en sus partes púdicas? Y si además, como consecuencia del efecto químico de esas sustancias, con la mirada perdida le dice a su interlocutor que está volando. Pues eso…
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