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La promiscuidad frena la evolución

Cuando pensamos en la aparición de especies estamos tan acostumbrados a pensar en la selección natural que se nos suele olvidar otro factor fundamental: la selección sexual. 

Crédito de la imagen: Clemens Kuepper

Desde el propio Darwin sabemos que la manera en que uno de los sexos escoge a su pareja tiene una influencia enorme en la evolución de la especie. También desde ese momento surge una duda: ¿qué ayuda más a la evolución, la monogamia o la promiscuidad?

La respuesta habitual, y la que desmonta un artículo reciente, es que la promiscuidad contribuye mucho más que la monogamia. Y todo empieza, aunque parezca mentira, con el pavo real. En concreto con la cola del pavo real, que no tiene ningún sentido desde el punto de vista evolutivo.
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Pensémoslo con detenimiento. La cola del pavo real lo convierte en un objetivo fácil para cualquier depredador. Primero, porque lo hace mucho más visible. Y segundo, porque le impide volar. Así que, desde un punto de vista de selección natural, debería desaparecer.

Pero como no lo hace – de hecho, todo lo contrario – hubo que darle una explicación. Y la que se encontró fue lo que se conoce como “modelo de selección de Fisher” o modelo autoreforzante. En términos sencillos, la cosa funciona así: uno de los sexos – la hembra en este ejemplo – muestra una preferencia por una característica aleatoria. Que además no tiene valor adaptativo. En este caso, el plumaje colorido de la cola de los machos.

Y como las hembras escogen machos con un plumaje llamativo en la cola, cada vez hay más en la población. Las hembras siguen escogiendo las colas más llamativas, con lo que cada vez hay más machos con mayor plumaje en las colas. Esta característica genética se asienta, se convierte en dominante y hace desaparecer a las alternativas, y en ese momento se crea una nueva especie.

Aquí es donde entra, o entraba hasta el artículo citado, la promiscuidad. Porque si las hembras, que son las que escogen en este ejemplo, crían con varios machos, escogerán a todos con la misma característica que les resulta atractiva. De paso, acelerando la creación de la nueva especie.

Simple y sencillo, y hasta cierto punto elegante. Pero resulta que no es así, o al menos no del todo. Porque lo que han demostrado los investigadores en su trabajo es que la promiscuidad mezcla el pool genético, dificultando que aparezcan nuevas especies.

Y lo hacen de una manera sencilla: viajando. En una situación como la que comentábamos antes, las hembras promiscuas que buscan una determinada característica en un macho buscarán compañeros que muestren esa característica. Y si para encontrarlos tienen que desplazarse y entrar en contacto con otras poblaciones, lo harán.

Al hacerlo mezclarán sus genes con los de la población a la que han emigrado, diluyendo la selección que ya se ha llevado a cabo en la primera población. Es decir, eliminar – o al menos harán disminuir – las diferencias entre las dos poblaciones. Y a fin de cuentas, una nueva especie aparece cuando dos poblaciones relacionadas dejan de poder reproducirse entre ellas.

En cambio, la monogamia funciona al contrario. Porque al escoger una determinada característica, pero sólo en un compañero, la mezcla de genes entre poblaciones se reduce. Las hembras no viajan para encontrar más machos con un plumaje llamativo, o con el pico curvo o cualquier otra característica. Una vez que lo encuentran, se quedan donde estaban, dando lugar a dos poblaciones cada vez más distintas.

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